México, D.F. es una gran ciudad, siendo un lugar de 22 millones de habitantes ya te imaginarás todo lo que emerge de ella. Muchas propuestas, muchos lugares, muchas mentes moviéndose al unísono y al altisonante para sobrevivir el asfalto. Yo amo mi Ciudad aunque sé de los males que carece, mismos que ya no sé si quiero sufrir. En D.F. se vive con miedo, con estrés y con optimismo a la vez, es una mezcla rara que se percibe en cuanto salimos de ella. Nos da un no se que enfrentarnos a la realidad, y la realidad es que una ciudad tan grande ya no es viable. Cuando otro lugar te da lecciones de lo que es calidad de vida; que los coches respetan al peatón; que los conductores no usan el claxon a la menor provocación; que ante un transporte público eficiente no necesitas auto para vivir; que puedes salir a dar un paseo a la hora que te apetezca y sobretodo que no tienes que vivir con miedo cuidándote de todo y de todos, eso amigos no tiene precio.
Sin embargo a esa Ciudad la llegas a amar como a ninguna, y tiene algo mágico que hace que el que llega y la descubre por primera vez se quede. Tal vez por su grandeza, por su historia y porque nunca te sientes apto para dominarla, siempre descubres lugares que te asombran. Es difícil desapegarse de la ciudad que te vio nacer y crecer, el dilema está en cuanto otra ciudad te ofrece algo mejor a las problemáticas de las que estás harto.
La lectura de hoy: La anécdota del robo en casa de Ángeles Mastretta.
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